sábado, 20 de febrero de 2016

¡Quita las manos de mi hijo!



Umberto Eco

Acribillado a preguntas y para zanjar la cuestión una vez por todas, he ido a ver La Pasión de Mel Gibson. En un pase privado, en un país extranjero (donde al menos la habían prohibido a los menores). Pero se entiende perfectamente, porque hablan en arameo. Además, los romanos chillan en vez de hablar. Tengo que decir de inmediato que esta película, técnicamente muy bien hecha, no es una expresión de antisemitismo o de fundamentalismo cristiano. Es una película obsesionada con la mística del sacrificio cruento.

Es un splatter, una película que pretende ganar mucho dinero, ofreciendo a los espectadores tanta sangre y tanta violencia como para que, a su lado, Pulp Fiction parezca una película de dibujos animados para niños de guardería. Imitando a los dibujos animados al estilo de Tom y Jerry, la película muestra la lección de una experiencia en la que los personajes son despedazados por rodillos compresores, quedan reducidos a un CD, caen de un rascacielos y se fragmentan en mil trocitos y se quedan aplastados detrás de las puertas. Eso sí, con mucha más sangre. Hectolitros de sangre, evidentemente transportados al lugar del rodaje por 10 camiones cisterna y recogidos tras haber puesto a trabajar en ello a los vampiros de toda Transilvania.

No es una película religiosa. Del mensaje de Jesús subraya con desfachatez lo que hemos aprendido para la primera comunión. Sus relaciones con el Padre son histéricas y absolutamente laicas. Podrían ser las de Charlie Manson con Satanás. Pero a Satanás le falta maestría. Aparece una y otra vez, siempre acechando y travestido de bujarrón. Pero ante tanto derroche de glóbulos rojos, al final también él queda mal. Por otra parte, la escena menos convincente es la imagen final de la resurrección. Una escena más de noche de muertos vivientes que de pintura renacentista.

La película no tiene nada de la sublime reticencia de los evangelios y saca a relucir todo lo que éstos callan para permitir a los fieles sumergirse en la meditación silenciosa del mayor sacrificio de la Historia.

Mientras los evangelios se limitan a decir que Jesús fue flagelado (tres palabras en Mateo, Marcos y Juan, ninguna en Lucas), Gibson lo hace apalear primero con vergas, después con varas erizadas de púas y, por último, con mazas, hasta que lo han reducido a lo que el público de McDonald's imagina que debe de ser la carne majada hasta el paroxismo. Es decir, como una hamburguesa mal cocida.

El odio de Gibson hacia el nazareno debe de ser indecible y, quizás fruto de antiguas represiones, lo desahoga sobre su cuerpo cada vez más ensangrentado. Y menos mal que la filología no se lo permitió; si no le habría aplicado electrodos en los testículos y le habría suministrado una lavativa de gasolina. De esta forma, según algunos, el espectador debería sentir un sano escalofrío ante el misterio de la Salvación.

¿Es una película antisemita? Si lo que quería era hacer un splatter western (o eastern), debía quedar claro el dualismo de buenos contra malos. Y los malos tenían que ser tan malos que no pudiesen ser más malos.

Pero si malísimos son los sacerdotes del templo, más malos son todavía los romanos, tipo Pietro Gambadilegno cuando, riéndose burlonamente, sujeta a Topolino al potro de tortura. Gibson debió de pensar que, al representar como malos a los romanos (algo que ya había hecho antes Astérix), no corría el riesgo de indignar al Campidoglio, mientras era necesario proceder con mayor cautela con los hebreos de nuestro tiempo. En cualquier caso, no se le puede pedir demasiado al que sólo quiere servirnos un steak tártaro con mucha pimienta y mucho ketchup.
 
Gibson se arrepintió un poco de todo ello y mostró a tres hebreos y a tres romanos casi buenos, sumidos en la duda (miran al público como para decirle: «¿No estaremos exagerando un poco?»). Pero hasta su perplejidad sirve para acentuar que todo en esta película es insostenible, por mucho que vomites viendo al que revienta a tu lado.

Imagine que Manzoni, en vez de acoger las lecciones de los evangelios, dejando sólo sospechar lo que le había sucedido a la monja de Monza con su sublime reticencia («la desventurada responde»), nos hubiese mostrado a la pobrecilla, mientras se quedaba desnuda, se dedicaba a hacer repetidas felaciones, se hacía sodomizar con jabón y aplicaba al desdichado Egidio todo tipo de castigos sadomasoquistas, con sus borceguíes rusos de Venus en cueros.

Gibson coge por los pelos la idea de que Jesús tuvo que haber sufrido mucho y, así como Poe pensaba que la cosa románticamente más conmovedora era la muerte de una bella mujer, intuye que el splatter más rentable sería aquel que colocase al hijo de Dios en una trituradora. Y lo tritura a la perfección. De hecho, cuando Jesús muere y deja de hacernos sufrir (o gozar) y se desencadena el huracán, la tierra tiembla y se rasga el velo del Templo, uno siente una cierta emoción, porque en aquel momento, aunque sólo sea de una forma meteorológica, se vislumbra un soplo de aquella trascendencia que tanto brilla por su ausencia en la película.

Sí, en aquel momento el Padre deja oír su voz. Pero el espectador con sentido común (y espero que también el creyente) advierte que es para mostrarse terriblemente indignado con Mel Gibson.

Publicado en El Mundo el 23 de abril de 2004. Traducción: José Manuel Vidal

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